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Cuando Nyanene se fue a dormir

Un bebé muere de neumonía en un hospital de Sudán del Sur a oscuras

Una mujer sostiene el cuerpo muerto de Nyanene, un bebé de cinco meses que murió de neumonía en un destartalado hospital de Maiwut, en Sudán del Sur. © Albert González Farran – CICR
Una mujer sostiene el cuerpo muerto de Nyanene, un bebé de cinco meses que murió de neumonía en un destartalado hospital de Maiwut, en Sudán del Sur. © Albert González Farran – CICR

Ya hacía demasiado que la Nyanene, una niña de cinco meses de Maiwut (Sudán del Sur), luchaba para respirar. La habían ingresado en el hospital local unos días antes con un diagnóstico de neumonía que le tapaba el aliento. Era una luchadora nata. Se pasó horas y horas resoplando, mientras se miraba a su madre fijamente, no perdiéndose ningún detalle de aquella chica (muy joven, por cierto) que la había traído a la vida. Ahora parecía que esta misma vida se le estaba escapando por la boca.

Con una máscara de oxígeno que le iba demasiado grande, a Nyanene no se la oía refunfuñar. De hecho, no tenía fuerzas para hacerlo. Disponía de todo un equipo médico para ella sola, que le daba inyecciones, le practicaba masajes cardíacos, le cambiaba el suero e incluso la acariciaba con ternura cuando era necesario. Pero a las tres de la tarde, en ese hospital destartalado de la Cruz Roja, el generador se estropeó y todo se quedó a oscuras. El aparato que ayudaba a Nyanene a respirar se detuvo también. El bebé, agotado de tanto esfuerzo, decidió, entre los llantos desesperados de su madre, irse a dormir. Para no despertarse más. No sirvió de nada que el generador estuviera reparado poco después. A la niña ya no le hacía falta.

En mayo de 2016, fui testigo de la muerte más dura. La de un bebé que se rinde tras una lucha desenfrenada. Una niña que no tenía culpa de haber nacido en una aldea casi abandonada de Sudán del Sur. A la pobre Nyanene le había tocado enfermarse en el lugar equivocado de una geografía macabra. Cualquier bebé en su misma situación en un hospital de Barcelona, ​​París, Nueva York o Tokio habría probablemente sobrevivido. En el Sudán del Sur, no. Seguramente, en caso de haberse sobrepuesto a la avería del generador, Nyanene habría muerto igualmente por algún otro motivo pocos días después. Era demasiado débil y tenía unas necesidades que su entorno ya no le podía satisfacer. La grave malnutrición que sufría la había expuesto a cualquier tipo de enfermedad imbatible. De hecho, las muertes de los malnutridos no suelen llegar casi nunca por una inanición directa, sino más bien por las consecuencias paralelas, como deshidratación, infecciones, insuficiencias respiratorias … Un cuerpo mal alimentado tiene muy pocas defensas para afrontar los peligros que la rodean.

Acompañé a Nyanene en sus últimas 24 horas de vida. Al principio no me esperaba que presenciaría aquel final tan catastrófico, pero a medida que iba pasando el tiempo y oía los pronósticos médicos, la fatalidad iba tomando cada vez una forma más clara. Y no por eso la tristeza fue más ligera. La madre fue la primera en derrumbarse. Me demostró que una muerte injusta en África, aunque ocurra a menudo, no es más pasable que otra en Europa.

Después de los llantos, vino el silencio. Acompañé a la madre y a la abuela de Nyanene hasta su pueblo. Llevaban el bebé en brazos, envuelto en una mantita que le iba corta. Enseñaba sus piececitos y, por un momento, me pareció que sólo estaba durmiendo. Que en cualquier momento los movería y me entrarían ganas de hacerle cosquillas. Pero no. Los pies no se movieron. El silencio siguió presente mientras las dos mujeres, madre y abuela, se llevaban aquel cadáver diminuto bajo la lluvia, arrastrando el duelo y maldiciendo el infortunio de haber nacido en ese rincón perdido del mundo.




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