Las guerras, como la que hubo entre Eritrea y Etiopía, arrastran los más vulnerables a la miseria y la soledad.
«Las mujeres y los niños, primero!». Esta frase, tan cinematográficamente repetida, desvela la gran contradicción con nuestra realidad. Parece ser una regla no escrita que mujeres y niños tengan preferencia durante una catástrofe y se puedan salvar. Pero en realidad, en los conflictos de hoy y de ayer, este colectivo es precisamente el más castigado. Sí, es el primero, pero el primero en sufrir las crudas consecuencias de la violencia militar. Esta violencia es de hecho un arma muy potente que los bandos enfrentados utilizan ilegalmente para hacer más daño al enemigo.
Las guerras suelen durar más o menos, pero sus efectos posteriores aún más. Afectan décadas. Mujeres y niños son los primeros que, por su condición generalmente más vulnerable, arrastran un castigo severo e injusto. Ataques sexuales, explotación laboral, desplazamientos forzados, malnutrición … Después de cada embate militar, hay uno civil más amargo.
En Wukro, una aldea del norte de Etiopía, muy cerca de la frontera con Eritrea, estuve en 2008, ocho años después de que terminara una guerra fratricida entre los dos países que dejó decenas de miles de muertos. Eritrea había alcanzado su independencia en los años noventa, pero los dos gobiernos no se pusieron de acuerdo dónde fijar exactamente una frontera que para muchos era prácticamente inexistente. Finalmente, en diciembre de 2000, se firmó la paz y se declaró un área desmilitarizada. Pero la avalancha de muertos dejó un montón de niños huérfanos, ancianos desamparados y madres solas, muchas enfermas e infectadas de sida por culpa de las incursiones sexuales de los soldados. En Wukro vi muchos ejemplos de todo ello.
Los niños que conocí me llevaron un día a casa de Mehalet Mefazu, una niña de cinco años que se contagió del VIH durante la gestación. Se quedó huérfana desde muy pequeña y a merced de amigos y familiares. Precisamente, una de sus vecinas era Amet Gebru, una octogenaria que se había quedado también sola después de la guerra. Todos sus familiares habían desaparecido y ella se había quedado ciega, sorda y paraplégica. Ironías de la posguerra, la huérfana y seropositiva Mehalet se convirtió en una de las personas que se cuidaba de la anciana. La iba a visitar cada día para hacerle compañía, mientras los adultos se encargaban de los trabajos más duros, como ayudar a vestirse, a comer e incluso a ir a las letrinas.
Los retratos de la pequeña Mehalet y la señora Amet los hice en un mismo clic. Quería captar la viva representación de las vulnerabilidades de la posguerra en una sola imagen, y que además tuviera poca luz. En la intimidad de su casa, en un blanco y negro bien contrastados y con la niña en primer plano para dar, en cierto modo, el optimismo de un futuro deseablemente mejor. ¿Quién sabe? Quizás ahora, once años más tarde, todavía está en la escuela preparándose para acceder a la universidad y convertirse en la médico que atenderá a los más vulnerables de las próximas guerras.
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