Un gran amigo sudanés me dijo una vez que el pueblo de Darfur está hecho de una pasta especial. Cada vez que alguien les hace caer, los darfuríes se vuelven a levantar. Y así cada vez que sufren un revés, vuelven a ponerse de pie con orgullo y perseverancia. Hombres, mujeres, ancianos y niños, todos ellos con la dignidad que los caracteriza, reaparecen de entre los escombros con el objetivo de resistir. Y así una vez, y otra, y otra, de forma indefinida. Son una gente dura y resistente, como la piedra misma de la tierra que pisan.
Labado, que en la lengua local significa «escondite», es una aldea ubicada en medio de la nada en el Darfur Este, entre las ciudades de Nyala y El Daein. Allí, desde los enfrentamientos que estallaron entre el ejército, las milicias y los movimientos rebeldes el pasado mes de abril, la población local ha quedado desamparada. Todos han abandonado sus hogares y han instalado precarias cabañas alrededor del campamento de las Naciones Unidas. No tienen asistencia médica, el acceso al agua y a la comida está limitado y no pueden seguir cultivando las tierras ni cuidar su ganado por temor a ser nuevamente atacados. Pero mientras que la ayuda humanitaria está aún por llegar, ellos no se quedan con los brazos cruzados y buscan subsistir con lo que casi no tienen. Y lo consiguen.
El mismo amigo sudanés me dijo que lo único que necesita la gente de Darfur es que la dejen en paz de una vez. Nunca mejor dicho. No son estúpidos. Ellos ya saben cómo sobrevivir en su propia tierra. El problema es que hay alguien que parece empeñado en hacerles caer tantas veces como se levanten.
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