Nunca he sido un amante de la fotografía de deportes, donde todo pasa demasiado rápido. Y menos aún de los pseudo–deportes, aquellos que no tienen el paraguas de una entidad reconocida que evalúe y arbitre sus normas. Pero estoy empezando a cambiar de opinión.
El monopatín (o quizás deberíamos decir el skate?) es, podríamos decir ahora que estoy cambiando, un deporte urbano donde las normas llegan allí donde termina la valentía. Donde sus deportistas (los skaters?) sacrifican horas de frío y de calor para conseguir resolver ejercicios acrobáticos que a menudo hacen malas pasadas a su integridad física.
Pues, si de acrobacias se trata, la fotografía en este campo es también una. Captar la mejor de las piruetas ya no es sólo una cuestión de estética, sino que necesita el máximo rigor. Porque la foto debe mostrar que el skater resuelve el reto a la perfección. Un pie inoportunamente levantado, un brazo mal colocado o una cara incorrecta pueden mal ganar una fotografía que visualmente es magnífica. Los expertos y las publicaciones más conocidas dicen que la mejor imagen en este ámbito es la que satisface, a partes iguales, al fotógrafo y al skater. Y esto sólo ocurre en contadas ocasiones.
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