Suleimán, un niño de Darfur de diez años, tiene la mirada de un hombre envejecido a golpes. A golpes de guerra.
Suleimán tenía sólo cuatro años cuando paseaba con su hermano Musa a las afueras de Dar al Salam, al norte de Darfur (Sudán). Era noviembre de 2006, una noche en que su equipo de fútbol favorito había ganado un partido importante del campeonato nacional. Los dos hermanos quisieron celebrar la victoria con los amigos. En secreto, guardaban un extraño objeto que habían encontrado no muy lejos de casa. Era un explosivo perdido de la guerra de Darfur, que por cuestiones del azar aún no había detonado. Y ellos, todavía en secreto, esperaban hacer una gran traca con aquel proyectil. Musa, que era el hermano mayor, fue el encargado de ponerle fuego y en décimas de segundo todo cambió trágicamente. El estallido no fue lo que ellos esperaban. Uno de sus mejores amigos murió en el acto. Y Suleimán, como otros, sufrió quemaduras por todo el cuerpo.
Visité a Suleimán seis años después de aquel accidente. Se había trasladado con su familia a El Fasher, una población más grande y con mejor atención médica. Y cuando entré en su casa, el chico corrió a esconderse detrás de las piernas de su padre. Con una sonrisa amarga, el hombre explicaba que su hijo ya no era el mismo desde aquella explosión. Tenía vergüenza de enseñar la cara. Y con motivos. Cuando la descubrió, parecía la de un hombre muy viejo y cansado. Además, Suleimán caminaba con dificultades. Mantenía la mirada siempre en el suelo, porque la vergüenza lo tenía dominado.
Suleimán era uno de los protagonistas de un reportaje que estaba preparando sobre las consecuencias de la guerra en Darfur. Y una de las más graves es la gran cantidad de armas (bombas, balas, granadas y minas) abandonadas por el territorio aún para detonar. Y es que milicias y tropas que luchaban no tenían suficiente con saquear y perseguir a la población civil, sino que también se dejaban su ‘mierda’ esparcida por todas partes. Así que las principales víctimas de las detonaciones fortuitas eran los niños y niñas, que pensando que habían encontrado un tesoro, acababan sufriendo unos efectos devastadores.
La entrevista con Suleimán fue dura y complicada. Apenas respondía a mis preguntas. Había tratado de convencerlo de la importancia de aquel reportaje para advertir sobre los problemas de la posguerra en Darfur, pero tenía que arrancarle las palabras con mucha paciencia. Pude saber que todavía tenía motivación para estudiar y seguir adelante, aunque siempre se sentiría arrepentido de haber hecho explotar ese artefacto.
Y cuando al final me acerqué a él con la cámara para hacerle una foto, a casi dos palmos de su cara, él decidió levantar los ojos y mirar fijamente el objetivo. Era como si con su rostro dijera: «sí, mírame, soy así, y qué?» Justo después del retrato, Suleimán volvió a bajar los ojos y a repetir su actitud avergonzada. Por unos pocos segundos me había regalado una expresión convencida, propia de un hombre maduro. Una mirada de valiente.
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