Vuelvo a estar en Puno (Perú), después de tres años. Estar nuevamente aquí supone una experiencia que me remueve muchos sentimientos. Nunca me había olvidado de los impecables contrastes de la sociedad de esta zona de la meseta, que vive entre el fervor religioso y el miedo a los enigmas que esconde la tierra (la llaman la Pachamama). Los peruanos del sur consumen una cantidad desmesurada de alcohol a la misma vez que cumplen fielmente con las obligaciones con la Iglesia.
La Noche de Reyes es una más de las grandes citas que provoca la llegada de una enorme cantidad de gente a las puertas de cada templo. No hay cabalgatas, no hay caramelos, no hay luces, ni confeti. «Sólo» hay colas de cientos de personas que se reúnen para recibir la bendición del cura a sus pequeñas figuritas del niño Jesús. Todo el mundo va con los mejores vestidos, con la seriedad tatuada en sus caras y con una devoción que les hace empujar unos a otros para recibir el agua bendita lo antes posible.
Al terminar el rito, dejan el pequeño niño de porcelana en casa y luego, claro, salen a consumir los cientos de litros de cerveza que les esperan.
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