Bebían hasta la saciedad, dormían por las calles de Lleida y accidentalmente se amaban con una intensidad poco creíble.
Francisco y Marco Antonio eran protagonistas de la calle. Solos y arrastrando un fatigoso pasado, se embutían con alcohol para tener la excusa de no salir nunca de su agujero. Los conocí en diciembre de 2005, al amanecer, tomándose unos carajillos en el bar de la estación de autobuses de Lleida, y pasé con ellos más de quince horas, las más intensas que había vivido hasta entonces como fotoperiodista.
Mi intención era escribir una radiografía personalizada de los «sin techo» de la capital en unas fechas muy señaladas, y me salió una historia bien rocambolesca que se publicó en el diario SEGRE, el mismo día de Navidad. Alguien me criticó de llevar al extremo tragicómico una realidad dramática y de obligar involuntariamente mis protagonistas a sobreactuar con unas máscaras caricaturescas. Todavía hoy no estoy seguro si debería darle la razón.
Francisco Martínez tenía entonces 26 años. Nació en Jerez de la Frontera, pero cuando tenía diez años se trasladó a Lleida, con sus siete hermanos (por parte de madre gitana) y cinco (por parte de padre payo). Cometió su primer delito a los dieciocho y más tarde fue condenado a siete años y medio de prisión por un intento de homicidio. Peleas, robos, enfermedades y adicciones eran su pan de cada día. Los médicos le diagnosticaron un cuadro depresivo de tendencia esquizofrénica.
Marco Antonio, de 41, era hijo de unos terratenientes andaluces y el día que lo conocí decía que estaba a punto de reclamar la herencia de una finca con 3.000 olivos. Alcohólico, fumador compulsivo, ceropositivo y enfermo de hepatitis y cirrosis, también estuvo en prisión unos años por un delito que no quiso confesarme.
Fueron unos testigos no buscados que me llevaron durante todo un día por su Lleida de calles, parques, bares, estaciones y sucursales bancarias donde curarse de la niebla y el frío. Decían que se querían, me enseñaron sus anillos y no paraban de besarse. Parecía un amor fantástico que olía a accidental. Eran dos seres abandonados por la familia y la sociedad, que se buscaron refugio mutuo. Su relación no tenía más futuro que el que dictaba su presente inestable.
El día que los acompañé fue caótico, desenfrenado, confuso, loco. Francisco y Marco Antonio se emborracharon cuatro o cinco veces, con sus respectivas dormidas y resacas. Visitaron el cementerio para llorar la muerte reciente de un pariente, sin éxito quisieron hablar con el director de un banco donde tenían una cuenta inaccesible y planearon un viaje a Andalucía que nunca arrancó. Todo se montó sobre una inestabilidad huidiza que terminó, como cada madrugada, dentro de la primera sucursal donde pudieron entrar con una libreta bancaria desgastada. Aquella inestabilidad es la que marcaba sus vidas para siempre y la que tenía que marcar el retrato que les quería tomar.
Hice la foto cuando estaban los dos sentados, a altas horas de la tarde, en un banco de la estación de autobuses. Mataban el tiempo antes de que los echaran y Marco Antonio, aturdido por el alcohol, dormía apoyado sobre el hombro de un Francisco que me miraba con ojos perdidos. Con la velocidad lenta del obturador de la cámara quise captar ese movimiento frenético que creía tener la vida de aquellos dos fugitivos del mundo. Un movimiento que quería denotar mareo, vértigo y locura.
Poco después, leí sus nombres en un informe de la Guardia Urbana. Los habían detenido por un delito de desorden público.
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