Después de estarme casi un mes en La Rinconada, un pueblo minero a unos 6.000 metros de altura en los Andes del Perú, puedo decir que he aprendido muchas cosas. Allí he estado trabajando en mi último proyecto fotográfico, conviviendo horas y horas con mineros y pallaqueras (las mujeres que recogen los restos que se rechazan de las minas), niños y médicos, policías y prostitutas, comerciantes y autoridades locales, trabajadores sociales y maestros… Al final, de las muchas conclusiones que he extraído, puedo destacar aquella que me ha hecho valorar enormemente los esfuerzos de un colectivo que dedica una gran parte de su vida a construir sus sueños.
La gente que vive y trabaja en La Rinconada sólo está allí por un simple motivo: el oro. Este mineral engorda sus bolsillos y abre puertas a muchas posibilidades futuras. Muchos se prometen subir a las minas por una corta temporada y acaban estando allí casi toda una vida, sufriendo las inclemencias más inhumanas (falta de oxígeno, un frío glacial, agua contaminada, desechos y excrementos por todas partes, un alto índice de delincuencia …). Pero el oro funciona como un imán que hace difícil deshacerse de él.
Los rostros que se ven en La Rinconada son de gente que dedica esfuerzos increíbles para crear una esperanza en sus vidas. Es cierto que muchos terminan en el pozo de alcoholismo y la drogadicción, se pierden entre los prostíbulos y se gastan sus fortunas en regalos superfluos. Pero no quita mérito que se dediquen a pasar largas horas removiendo en las entrañas de una montaña fría e inhóspita, lejos del calor de sus familias y tierras y renunciando a los placeres de la comodidad.
Este esfuerzo les hace bien dignos y la intención es hacerles justicia cuando este proyecto fotográfico salga a la luz.
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