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Testigo comprometido

Foto © James Natchwey
Foto © James Natchwey

En mayo de 1998, grandes protestas estallaron en Yakarta (Indonesia) como resultado de la debacle económica que sufrió todo el Asia. Miles de manifestantes salieron a las calles a protestar contra el presidente Suharto y se desencadenó una violencia masiva con centenares de personas asesinadas. Un cámara de televisión de la agencia Reuters, Des Wright, vio al fotógrafo norte-americano James Nachtwey cerca de una iglésia en llamas y rodeado de decenas de musulmanes furiosos con machetes. La multitud capturó a tres hombres cristianos de la isla de Ambon, los mataron allí mismo y los cortaron en pedazos. Después, fueron en busca de un cuarto hombre. Nachtwey siguió la persecución haciendo fotos en blanco y negro del pobre honbre con toda la cara manchada de sangre. Wright: “Lo torturaron como si fueran niños jugando con un peluche. Y James se arrodilló tres veces durante veinte minutos suplicando y diciendo que no había ningún motivo para asesinar aquel hombre. Las multitudes no le hicieron caso y lo mataron de todas maneras”. Y Nachtwey tomó la fotografía de la ejecución final.

Este caso es el punto de partida de mi próximo ensayo (todavía en proceso de elaboración) que pretende construir una opinión sobre la dificultad del rol de los fotoperiodistas como testigos. Quizás los fotógrafos no cambiarán nunca el mundo (probablemente no, ni tampoco tienen porqué hacerlo), pero su rol es esencial para despertar conciencias y provocar opinión entre la sociedad. Algunos aseguran que sin periodismo no hay democracia ni libertad. Los fotógrafos tienen que estar allí, en la primera línea de frente, para permitir que la gente sepa.

Este trabajo conlleva riesgos y dificultades. Los fotoperiodistas deben afrontar todo tipo de situaciones que tienen que resolver con su sentido común. Nadie tiene derecho a juzgarlos ni a acusarlos de hacer o no hacer cuando están fotografiando tragedias y atrocidades. Su intervención en la realidad debe permanecer en la privacidad porque no están obligados a ello.

Este último aspecto puede obviamente aplicarse a la polémica imagen de Kevin Carter (que ganó el premio Pulitzer en 1994 fotografiando un niño desnutrido del Sudán asediado por un vuitre), a la contundente foto de una fría ejecución en el centro de Saigón en 1968 de Eddie Adams y también puede aplicarse a James Nachtwey cuando, a pesar de sus súplicas para que se detuvieran los torturadores de Yakarta, finalmente fotografió el asesinato porque pensó que aquello tenía que saberse.

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